Cartas a Estela
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Era finales de octubre de 1947 y por las puertas del Hospital El Salvador entró Isolda Pradel a visitar a su esposo Óscar Castro. La enfermera de turno, le comentó que hacía pocos minutos una mujer lo había visitado, le había dejado flores. Antes de irse le tomó la mano y le besó la frente. Ese fue el último encuentro de Óscar Castro con Estela Sepúlveda. Se amaron por más de una década, luego de que Castro, destrozado por el fin de su relación con María Galaz -una compañera de trabajo que tuvo mientras se desempeñaba como jefe de estación en la compañía minera Braden Copper-, la conociera; lejos del humo minero, más tranquilo, trabajando como encargado de la biblioteca pública Eduardo de Geyter. Estela, llegó radiante y le pidió un libro de Fiódor Dostoyevski. Ese fue el principio de un romance que duró años. Más de medio centenar de cartas de amor, que el poeta, le escribió prometiéndole amor por toda la eternidad, amor que no concluyó con el matrimonio de Isolda y que siguió vivo, luego que Castro consiguiera empleo dictando algunas horas de clases en el Liceo Juan Antonio Ríos de Santiago y se alojara en el Colegio de Profesores, facilitando así los encuentros con su amada. Encuentros que ayudaron al poeta rancagüino a sobrellevar las más grandes penas de su vida. La muerte de su hija y la posterior esterilidad de Isolda, que le privó para siempre la posibilidad de tener hijos biológicos.
Acá comienza la vida amorosa de Óscar Castro y el gran amor de su vida. Cartas que narran como Castro fue conquistando el corazón de aquella muchacha de la Capital, un 1933 que para el mundo era agitado en comparación con un pueblo afable y reposado como Rancagua. Hitler era nombrado primer canciller en Alemania, aparecía por primera vez en cine la película King Kong, en España se estrenaba Bodas de Sangre en teatro y en Chile se fundaba el Partido Socialista.
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